jueves, 16 de febrero de 2012

Los trabajadores de Metro de Madrid salen a la superficie


Cabecera de la protesta con la pancarta principal

Esta vez no ha sido necesario adentrarse en el suburbano para poder escribir sobre él. Ayer, a media tarde, mientras paseaba por el centro de Madrid me encontré con una protesta de los trabajadores de metro. Fue concretamente en la calle Mayor, cerca del la plaza de Sol que era el lugar de destino de la marcha. Más de 3000 trabajadores, muchos de ellos vestidos con el su uniforme de trabajo, se manifestaron en contra el recorte de puestos de trabajo en su sector. Clamaban además contra los recortes y la nueva regulación de las bajas laborales. La marcha, convocada por todos los sindicatos de trabajadores de Metro de Madrid. Con gritos en contra del gobierno nacional y regional y pancartas en las que se podía leer: “Contra los recortes y por la huelga general” o “Que la crisis la paguen los especuladores y no los trabajadores”; los trabajadores del metropolitano marcharon por la calle Mayor hasta la plaza de Sol. Una vez allí, delante de la sede de la Comunidad de Madrid, permanecieron hasta las 20h aproximadamente. Esta vez fueron los trabajadores del metro los que salieron a la superficie a reivindicar para que siga el buen funcionamiento de uno de los mejores metros del mundo.






Trabajadoras de metro con cintas del suburbano

miércoles, 15 de febrero de 2012

Quería secarte las lágrimas



Salir tarde de casa supone ir con retraso durante todo el trayecto. Al variar esos minutos, las personas que te cruzas han cambiado; la luz que proyecta el sol en los edificios es diferente; y la sensación de prisa en tu interior te incomoda. Hoy no me he cruzado a ninguna cara familiar en el metro. Al entrar, todo estaba en silencio. He encendido la música, he ajustado el volumen para no escuchar el sonido de las vías, pero que tampoco molestase a mis compañeros de viaje. Me he apoyado junto a la puerta del vagón y mientras observaba el mapa para tener controlada la parada a la que tengo que ir a medio día, que es nueva para mí, me he fijado en la chica que se había montado en la parada anterior. Esta vez no me ha llamado la atención su físico, ni su forma de vestir. No me he centrado en su pelo, ni en sus manos, ni tan siquiera en eso que tanto me importa en las personas: su olor. Lo que me ha llamado la atención era su actitud. Tenía el cuerpo inclinado hacia delante, los codos apoyados en sus piernas y se sujetaba la cara con las manos, tapándose los ojos.  Parecía estar procurada, tener algún problema. Dicen que si fijas la mirada durante un rato en esa persona, al final acaba mirándote y hoy ha surtido efecto. Al levantar su cara y girarla hacia mí, he visto un caudal de lágrimas en sus ojos. En su mano derecha sujetaba un pañuelo empapado, se me ha encogido el alma. Me han venido a la cabeza mil pensamientos, motivos por los que esa cara tan linda podría estar tan desangelada, razones para que sus ojos estuviesen inyectados en sangre. Me han surgido mil palabras para animarla, pero he bajado la mirada. Al llegar a mi parada he contado hasta tres, me he puesto a su lado y he acertado a sonreírle. He pronunciado una sola palabra: ánimo. Al bajarme sus ojos me han lanzado otra palabra: gracias. Un día más, llego tarde.

lunes, 13 de febrero de 2012

A ti, que esta mañana te perdí


“Los del almacén gritan: ¿Qué habéis hecho con las municiones? Le respondo que han sido gastadas en combate”. Justo al llegar a esa frase se abre la puerta. Hemos llegado a la estación de Ópera. Suena el silbato; se cierran las puertas; levanto la mirada y me cruzo con unos ojos azules, intensos, penetrantes, desvergonzados. Los cubren unas largas pestañas y, sobre ellas, en los párpados, un maquillaje ahumado, color violeta.  Justo encima, unas cejas finas muy trabajadas. Pelo largo, castaño, liso, muy cuidado. Mira su reflejo en el cristal de la puerta del metro, pone morritos y se coloca el flequillo. Lleva las uñas cuidadas y ha elegido un color morado tirando a burdeos. Alrededor del cuello lleva un pañuelo malva anudado. Sobre ella una trenca color ceniza que se extiende hasta las rodillas, abrochada con un cinturón a juego con el tejido de la prenda. Bajo el abrigo, unos vaqueros oscuros y unas botas altas marrones. Colgado en su hombro derecho, un bolso enorme de casi el tamaño de una maleta; con dos cremalleras, una de ellas abierta, y en su interior papeles, una manzana roja y un iPod. Me acerco, le toco el brazo y le aviso de que lleva un bolsillo abierto. Me sonríe agradecida. Vuelvo a mi libro y percibo por el rabillo del ojo que me observa desde la puerta. Llevo puestos los auriculares, apenas oigo lo que pasa a mi alrededor. Bajo la música y escucho el anuncio de mi parada: Quevedo. Me dirijo hacia la puerta y veo su semblante de decepción mientras me bajo del tren. Subo el volumen y salgo a la calle. Hace frío y Juan Ramón Lucas da la hora. Son las nueve. Ya llego tarde.

viernes, 10 de febrero de 2012

A los que lo hacen bien


Ocho y media de la mañana. Para de metro Banco de España, Madrid. En el andén somos cuatro personas, el panel informa de que queda un minuto para que llegue el próximo tren. Saco el libro de la mochila, lo tengo en la mano para no tener que buscarlo una vez dentro. Llega el convoy, se abren las puertas, los vagones se quedan prácticamente vacíos. Entro por la primera puerta, me apoyo junto al cristal que da a la cabina del conductor y abro el libro por la primera página. Hoy estreno título, ‘Un día más de vida’, de Kapuscinski. Paso la estación de Sevilla, apenas se suman pasajeros. Llegamos a Sol y el tren completa su aforo. A mi izquierda observo a un hombre, latino, con uniforme de trabajador del sector servicios. Me mira, le miro y me percato de que no va solo. Acompaña a su hijo, con abrigo naranja y zapatilla de deporte. Está junto a la barra de se sujeción, se suelta y viene a apoyarse en el hueco que queda entre su padre y yo. En la mano lleva un libro del Barco de Vapor, lo abre y prosigue leyendo por la página que le marca el separador. No puedo dejar de mirarle, cierro mi libro y escruto el vagón. Va completo, a rebosar y apenas cinco personas leen. Esta vez las nacionalidades son muy variadas, no predominan los extranjeros, como suele ser habitual en e metro de Madrid. Aprecio que apenas hay cinco personas leyendo entre las más de cien que compartimos el espacio. Casi todas con libros electrónicos, excepto el chico de mi izquierda y yo. Vuelvo a fijar mi mirada en él, deja de leer, me mira, sonríe y vuelve a centrarse en la lectura. Vuelvo a abrir mi libro, llegamos a Noviciado, me quedan sólo dos paradas para apearme. Vuelvo a cerrar el libro y pienso. Nos quejamos de que han venido demasiados inmigrantes, criticamos que no se integran, que tienen una cultura diferente e incluso que carecen de educación. Vuelvo a observar al chico, analizo la actitud de su padre y su mirada de admiración ante su retoño. La megafonía anuncia mi parada: Quevedo. Se abren las puertas, me bajó del tren. Puede que la solución pase por dejar de criticar a los demás y empezar a imitarlos. Quizás el futuro pase por ellos, por los que ahora lo hacen bien.