Es sábado, me despierto demasiado
temprano para ser fin de semana; me espera un día repleto de compromisos, el
primero, una mudanza. La ducha no me ayuda a despertar, pruebo suerte con la
segunda taza de café y me voy al metro. A estas horas los vagones van casi vacíos,
apenas cuento a quince personas a lo largo de todo el tren de la línea diez. De
camino al norte de la capital se van incorporando pasajeros. En Tribunal se
llena algo más el convoy y a mi lado se sienta un joven con un chico en brazos,
que no para de darme patadas en el libro y no me deja leer. Llegamos a Gregorio Marañón y
entra en el tren una chica de rasgos latinos. Todos los pasajeros nos quedamos mirándola fijamente. Su piel es tostada, su cabello
largo, teñido de castaño. Tiene los ojos grandes, maquillados de manera que le
realzan su color verde. Su nariz es chata y sus labios carnosos. Lleva poco maquillaje
en la cara, no lo necesita. Viste una
chaqueta de piel marrón con infinidad de cremalleras y bolsillos. Unos
pantalones pitillo oscuros y unos zapatos de color azul eléctrico con más de
diez centímetros de tacón. De su cuello cuelga un pañuelo de flores, pero la caída de
este deja intuir un pecho abultado. Lleva las uñas desgastadas, apenas quedan
restos del esmalte rojo que lucían. En la mano lleva un teléfono móvil Alcatel, antiguo,
de hace por lo menos cuatro años. No deja de mirarlo y sonríe. Llegamos
a Nuevos Ministerios y el chico de mi lado se baja del tren. La chica estaba
sentada a dos asientos del mío y se acerca sin retirar la mirada del teléfono. La
miro y me sonríe. Lleva una pequeña maleta negra, está un poco sucia, y a su
lado una funda de ordenador portátil a juego con la otra valija. Se levanta, se pone frente a mí y observa
durante unos segundo el plano del metro que hay pegado sobre mi asiento. Vuelve
a su sitio y me mira durante unos instantes. Me hago el distraído, pero no
consigo leer ni una sola palabra de las que hay en el libro. Vuelve a la posición
anterior y sigue mirando el plano del metro, esta vez se acerca más a mí y
consigo percibir su olor. Repite la operación varias veces y cada vez la siento
más encima. Acerca su maleta a mí y sonríe de nuevo. Empiezo a sentirme incómodo,
esta totalmente pegada y no sé cómo actuar. Repite la operación por quinta
vez y parece asegurarse de cuál es la parada siguiente. Se sienta por última
vez, se queda mirándome fijamente, me sonríe descarada y a mí me tiemblan las
piernas. La megafonía anuncia la siguiente parada: Cuzco. Posa su mano en mi
pierna, no sé qué decir. Hemos llegado a la estación; agarra sus dos piezas de
equipaje y se baja del metro. Me quedo
desconcertado, la admiro al caminar son esos enormes tacones. Me ha dejado sin
palabras.