miércoles, 15 de febrero de 2012

Quería secarte las lágrimas



Salir tarde de casa supone ir con retraso durante todo el trayecto. Al variar esos minutos, las personas que te cruzas han cambiado; la luz que proyecta el sol en los edificios es diferente; y la sensación de prisa en tu interior te incomoda. Hoy no me he cruzado a ninguna cara familiar en el metro. Al entrar, todo estaba en silencio. He encendido la música, he ajustado el volumen para no escuchar el sonido de las vías, pero que tampoco molestase a mis compañeros de viaje. Me he apoyado junto a la puerta del vagón y mientras observaba el mapa para tener controlada la parada a la que tengo que ir a medio día, que es nueva para mí, me he fijado en la chica que se había montado en la parada anterior. Esta vez no me ha llamado la atención su físico, ni su forma de vestir. No me he centrado en su pelo, ni en sus manos, ni tan siquiera en eso que tanto me importa en las personas: su olor. Lo que me ha llamado la atención era su actitud. Tenía el cuerpo inclinado hacia delante, los codos apoyados en sus piernas y se sujetaba la cara con las manos, tapándose los ojos.  Parecía estar procurada, tener algún problema. Dicen que si fijas la mirada durante un rato en esa persona, al final acaba mirándote y hoy ha surtido efecto. Al levantar su cara y girarla hacia mí, he visto un caudal de lágrimas en sus ojos. En su mano derecha sujetaba un pañuelo empapado, se me ha encogido el alma. Me han venido a la cabeza mil pensamientos, motivos por los que esa cara tan linda podría estar tan desangelada, razones para que sus ojos estuviesen inyectados en sangre. Me han surgido mil palabras para animarla, pero he bajado la mirada. Al llegar a mi parada he contado hasta tres, me he puesto a su lado y he acertado a sonreírle. He pronunciado una sola palabra: ánimo. Al bajarme sus ojos me han lanzado otra palabra: gracias. Un día más, llego tarde.

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